Por: General (r) Henry Medina
Estamos en momentos de crisis, y es en ellas donde nacen las oportunidades de superación o donde el dolor se hace irredento y el desastre se completa. La diferencia la hace el método y estilo de liderazgo que se acoja.
Llevamos ya dos semanas de incertidumbre desde que se rebosó la copa. Se conjugan la protesta social desbordada, desconocimiento de la autoridad, violencia callejera acentuada, vandalismo, atropellos, restricción de las libertades ciudadanas, afectación de la economía, desprestigio internacional y muerte.
La confrontación del momento no es entre buenos y malos. No es la expresión de los brutos. Tampoco es una revolución importada, aunque existan intereses transnacionales que hostigan la violencia. Es el efecto lógico del ambiente en el cual nace buena parte de nuestra niñez, la cual crece en medio de la violencia intrafamiliar y la miseria para encontrarse luego como jóvenes con la falta de oportunidades, el abuso de los bienes sociales, la inequidad y las expectativas frustradas. Ello germina, se desarrolla y cohabita con un liderazgo político avieso, políticas públicas equivocadas o inexistentes, burocracia y promesas incumplidas. No nos extrañe, entonces, que quien siembre vientos, coseche tempestades.
Pero hay también mucha responsabilidad en nosotros como sociedad en democracia. Con frecuencia nos equivocamos en la elección de nuestros líderes, que obviamente son expresión de nuestra sociedad enferma; a la vez que hemos sido ineptos en la construcción, uso y defensa de mecanismos de participación, control y sanción.
El resultado es un círculo vicioso caracterizado por necesidades básicas insatisfechas (a las que se refiere la teoría sobre la motivación humana de Maslow), frustración, rabia, injusticia, violencia, muerte, atraso, subdesarrollo y supervivencia de la criminalidad nacional e internacional. En algún momento tenía que explotar.
El reto es cómo generar el cambio dentro de las vías institucionales, aprovechando los mecanismos constitucionales y potencializando la ebullición de la juventud insatisfecha, con motivaciones para construir antes que destruir. Es aplicar el estilo de liderazgo generativo que puede hacer la diferencia entre la frustración y la esperanza creadora.
Afortunadamente parece que llega un atisbo de racionalidad y la posibilidad de establecer mesas de negociación que busquen desenredar el ovillo. Las diferentes partes deben estar dispuestas a oír, ceder y conceder, en un ambiente de respeto mutuo y sin soberbia, aceptando como prerrequisito sine qua non la no violencia.
También resulta acertado que no se haya declarado la conmoción interior ni usado el Ejército con toda su letalidad, pero sí asistiendo a la Policía en su tarea. Con ello se mantiene la esperanza de la conciliación, se protege el poder disuasivo de ese último recurso y se preserva el apoyo de la sociedad a sus Fuerzas Militares.
En días pasados compartí algunas reflexiones con mis compañeros militares en un escrito que titulé “El uso de la fuerza”. Allí recordaba, como hecho histórico, que el enfrentamiento de un ejército con su pueblo es una confrontación de perdedores, solo aplicable en situaciones extremas y cuando esté en juego la supervivencia de la Nación. Es axiomático que pueblo y soldado deben tener una sola causa.
En el ahora a todos nos cabe un mea culpa y quienes en la coyuntura tienen la capacidad de decidir deben entender que la solución está en la fuerza de la razón y no en la fuerza del fusil. Creamos en la fuerza de la palabra.
Publicado en: El Colombiano